Mazurkas, de maíz

Un precioso Mazurka mecanizado suena de fondo. El frescor de la mañana se siente en la piel de la cara, pero la luz es dorada, tenue, sensible, amable.


La pequeña Sofí hoy parece más apacible, serena, feliz.


No porta el vestido búlgaro-shopska en su totalidad, sólo lleva la vestimenta interior: Un vestido-camisola blanco bajo las rodillas, mangas ensanchadas y abiertas, rico en bordados en relieves del color de la sangre.


Parece hurgar muy feliz en la hierba, con una sonrisa en sus labios, mientras la música suena y suena, como una cajita de música…


-Sofí, ¿estás más contenta ahora?


-Síiiii - responde en un tono plano e infantil.


Me dedico a mirar al horizonte, caminos entre bloques. Mi mano se posa en la frente, a modo de visera, impidiendo que los rayos de sol me cieguen la vista que tengo delante.


Sofí está desprovista de maldad hoy. O tal vez rencor. Desprovista de dolor.


Así entiendes, poco a poco, que el dolor no estaba fuera. El dolor estaba dentro. El perdón hacia sí mismo, el mutuo acuerdo, el apretón de manos, el abrazo entre las dos mitades emocionales en conflicto. El abrazo del amor, de la comprensión, del “gracias por todo”.


El amor.


La luz que destella en ese horizonte, balcánico, proyecta reflejos rojizos en mi cabellera, abuntante, suelta, sin saber dónde colocar los mechones.


El precioso mazurka sigue resonando, pero descubro que este no viene de fuera, sino desde nuestro interior. Sofí y yo hemos creado esta melodía, resuena en nuestra cabeza y nos hace olvidar, nos hace ser felices.


Me giro en un gesto rápido.


-Sofí, ¿qué buscas?


-¿Qué? Nada… No sé.



Es una frase muy usada, pero, ¿alguna vez habéis deseado algo con todas vuestras fuerzas, con toda la energía de vuestro espíritu, con toda la pasión y la agonía de vuestro corazón?


-¿Cómo que no sabes? Venga, Sofí, cuéntamelo, no me engañes.


De rodillas en el suelo, me mira con los ojos abiertos.


-¿Por qué me llamas Sofí?


-Siempre te he llamado Sofí.


-Pero si Sofí eres tú. 


Entorno los ojos hacia ninguna parte, presa de la nueva noticia.


La vuelvo a mirar.


-¿Entonces tú, que eres? - reparo en que mi vestimenta es la convencional occidental, abrigo largo, vaqueros, converse…


-¿Yo? Pues… - tiene las manitas puestas sobre las rodillas - Pues tú, también. No sé. A veces me coges la energía y yo sólo soy un reducto mitológico…


-¿Qué dices? 


-Que sí - asiente con sus trencitas - Yo soy una proyección, que a veces se desdobla, y a veces no. Ahora mi contenido está vacío.


-¿Qué?


-¡Ya sólo te falta el trajeee! - me muestra una amplia sonrisa, alzando sus brazos, enseñándome las palmas de las manos. 


-No, oh… - meneo la cabeza - Levanta de ahí - tiro suavemente de sus brazos - Nos vamos.


-Hoy soy una proyección… - dice maternalmente, mientras estamos enganchadas del brazo - Pero llámame cuando necesites que esté.


-¿Te refieres a la “cabreada”?


-¡Y a la no cabreada!



El mazurka resuena en nuestras cabezas. Juntas caminamos hacia la luz de la mañana


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